Desde hace varias décadas, la poesía gallega ha sido un fuerte exponente de renovación y originalidad, tanto en la forma como en el fondo. Una muestra clara es la que nos proporciona la llamada Generación de los 90, formada por voces como las de Yolanda Castaño, Emma Pedreira o Lupe Gómez, y que introdujo cuestiones como la reivindicación de un “yo femenino pleno” y el tratamiento de un nuevo erotismo. La propia Castaño exponía en el marco de las Jornadas “Literatura nas marxes. A creación alén do canon” como este impulso ha llevado a nuestra poesía a situarse en la vanguardia peninsular en no pocas ocasiones.
Pese a ello, las poetas gallegas se encuentran con numerosas dificultades para traspasar el Telón de Grelos y poder ser leídas en el resto del Estado español, sobre todo en castellano. Los casos de aquellas voces que llegan al resto de mercados literarios nacionales son contados y entre ellos encontramos la inconfundible voz de Míriam Ferradáns. Esta poeta –nacida en 1982 en Bon (Bueu)– ha publicado hasta la fecha tres libros: Nomes de fume, Deshabitar unha casa y Agosto. El primero de ellos, ganador del Premio Nacional de Poesía Xosemaría Pérez Parallé, fue traducido al catalán y al castellano dentro de Godall Edicions, de la mano de Dolors Miquel y Gonzalo Hermo respectivamente.
La elección de los versos que abren esta creación, “Aún hay fuego/ en las cenizas que amas” (Antonio Gamoneda), constituye la primera declaración de guerra por parte de la voz poética, que advierte el sufrimiento que contiene el poemario. Así, Ferradáns crea en esta obra un artefacto de enorme poder, exhibiendo a través de la pérdida de un ser querido las tensiones en un mundo que oscila entre la presencia y la ausencia en una enorme gama de posibilidades.
Después del fallecimiento de una persona, lo último que queda en el recuerdo es su nombre. No obstante, su simple mención produce dolor en el resto de una familia opresiva, en una casa que nunca será hogar. Es así como su nombre es desterrado al oscuro, al olvido mas remoto. Ya se sabe, “lo que no se pronuncia no existe”.
Sin embargo, la rebelión late bajo los versos. Para el yo poético, el nombre de la persona fallecida es tierra firme (“no conozco mayor patria que tu nombre”) y un elemento de enorme poder, que es capaz de rescatar su esencia (“cada noche pronuncio tu nombre de humo/ para que estés presente”). Significativamente, el humo invade todos los versos, erigiéndose como un símbolo pleno. Es la muestra presente de aquello que ya no está, el último resto de una persona que se dirige directa al abismo de la desmemoria.
Yo me tragaba el humo
como si te inhalara a ti.
Esa fue la primera lección:
aprender a llevarte dentro.
No era muy grande la hoguera
donde quemaron tu ropa,
solo sus rostros demudados apuntaban a la asfixia
buscando la extinción del miedo.
La quema y purificación del alma, la conexión con la tierra, el pasado y la familia. Ferradáns escoge así los pies como máxima representación de esa unión, del vínculo entre cuerpo y entorno (“al sacarlos, nuestros pies tubérculos/ estaban siendo, sin saberlo, desenterrados”). Es en ellos donde se clava la verdad, son ellos los que pisan la sangre de un hogar que se desangra sobre sí mismo, son los cortados por unas rocas que pese a herir son buscadas. Porque, al fin y al cabo, aunque Nombres de humo nos dañe, volvemos a él en busca de redención.